Como
toda persona de nuestra sociedad moderna, acabamos arrastrando estrés o
ansiedad por el trabajo, por las exigencias del ritmo de vida, por la economía
doméstica y los pagos, por los hijos... Entonces a menudo necesito manumitir mi
desazón. A veces canalizo la vía de escape hacia la comida, pero como soy un
glotón con tendencia a engordar, me gusta más liberarme de mis tensiones con
una dosis de sexo. Es muchísimo más saludable.
Hay un inconveniente: una vez probado en
compañía, practicar el sexo en solitario y a escondidas es sumamente aburrido,
insulso, poco excitante y breve. A mí me gusta mi mujer y hacerlo con ella,
pero esto no se da con la frecuencia que yo necesito o a mí me gustaría.
Imaginemos que yo quisiese sexo todos los días (100%) y ponemos que ella no
quisiese nunca (0%); la media de los dos sería el 50%. Es decir, en una
relación equilibrada, en la que hay consenso y se tienen en cuenta las dos
partes, día sí y día no, debería haber sexo. Si hubiese algún día que yo no
tuviera ganas, por el día que ella pueda tener. Entonces, más o menos
seguiríamos estando alrededor del cincuenta por ciento de frecuencia. Pero
tampoco es que yo quiera plantar el nabo y rascarle el chocho prácticamente un
día tras otro, pero si antes practicábamos sexo a menudo, no acababa de
entender porque ahora no.
Sé
que esto a ella le cansaría o pienso que ahora le aburre, además de que no está
en su mejor momento para esta tarea conyugal. Ahora están los hijos por en
medio, pero siempre se puede encontrar un instante y hacer el esfuerzo de
complacerme un poco. Se lo he dicho mil veces y siempre se ha quedado en nada:
“Sólo que te dejes ver un poco desnudita o te pongas un tanga o te dejes tocar,
yo ya me lo arreglo a mano; lo hago rápido”, pero nada. Ni esto resulta
posible.